“Me sorprendió no tener nada parecido a mi mamá y a mi papá. Otro color de piel. La forma de los ojos, distinta también. Otra boca. Y ahí me pregunté: ¿qué pasa acá? Nos sucede a muchos que buscamos nuestras raíces: nadie nos habla de nuestra duda, es algo que simplemente se siente. Y yo lo sentí”, abre Lorena -52 años hoy-.
Instalada en la ciudad de San Luis desde aquella adolescencia, Lorena había vivido tiempo atrás con sus padres en Buenos Aires. No había redes sociales entonces y, dice, “no tenía a quién consultarle mis dudas”. Hablarlo con papá y mamá no era una posibilidad: “Si te fijás, mucha gente que quiere saber de dónde viene empieza a buscar una vez que los padres adoptivos se mueren. Existe un grado de fidelidad que les debemos a quienes nos adoptan. Y si preguntás antes, sentís que los estás traicionando. Eso nos suele pasar. O al menos yo, que tuve una vida maravillosa y ellos me dieron todo, lo sentía así”, explica, y sigue: “De alguna forma, cuando emprendés la búsqueda, dejás de identificar a sus padres como tales, porque estás buscando a otros. Yo no quería preguntarles nada. No me animaba”.
Con el tiempo, y mientras abrigaba la duda sobre su identidad sin echarla a rodar, Lorena conoció a Walter. Se enamoraron y ella quedó embarazada de Agustín. Corría 1998. “Tenía 26 años y me empezó a pasar otra cosa: no conectaba con mi mamá desde mi embarazo. Una se hace preguntas, comparte esa vivencia y hablarlo con tu mamá, si la tenés, es algo muy normal. Yo sentía que ella no me decía nada, y era como si nunca hubiese estado embarazada. Y ahí se me abultaron las dudas”, sitúa.
“Lo primero que empecé a pensar fue una manera de preguntar sin hacer daño. Yo nunca puse adelante mis dudas sobre mi identidad, sino que me preguntaba cuánto dolor podría causar si iba a fondo con ellas. Hacer terapia me ayudó bastante a resolver eso”, plantea.
Los papeles que podrían arrojar eventuales respuestas actuaban en el sentido contrario. Y la inquietud se hacía cada vez más grande. “Un certificado decía que yo había nacido en General Roca, Río Negro, muy lejos de nuestro lugar de residencia. El acta de nacimiento lo conseguí muchos años después”, precisa.
“Vengan a buscar a esta nena, nadie la reclama”
Ya de grande, Lorena se empezó a mover en silencio. Lo primero que hizo fue contactarse con Raíz Natal, una ONG que trabaja por el derecho a la identidad biológica. “Ellos me explicaron que lo mío no fue adopción, sino una apropiación. Y me preguntaron si quería iniciar alguna acción legal por eso. Pero tenía que demandar a mis papás y para mí era imposible. No podía. Ellos me dieron todo. No buscaba demandarlos, sino conocer mi identidad”, remarca.
Lorena menciona que sus padres, que anhelaban tener un hijo y ya habían tenido intentos truncos de concebirlo en forma natural, recibieron una llamada de una médica conocida que vivía en General Roca. “‘Vengan a buscar a esta nena que nadie la reclama y la van a poner en un orfanato’, les dijo. Y ellos viajaron en tren desde Buenos Aires”, evoca.
“Ahora que conocí a mi mamá biológica pude cerrar la otra parte de la historia. Nací prematura y tenía escasos 14 años cuando me tuvo. Era una niña que vivía en el campo y que fue echada de su casa cuando quedó embarazada. Y no puedo dar más detalles porque es su historia y no soy yo quien debe contarla. Tampoco sé nada de mi padre biológico y mi mamá quiere hablar de eso. Puedo decirte que entonces ella perdió a su familia y se encontró totalmente sola”, profundiza.
Lorena nació en un hospital público de Allen, localidad perteneciente al departamento de General Roca. No puede precisar exactamente cuándo: su partida dice que fue el 6 de octubre de 1972. “A mi mamá le dijeron que yo había muerto al nacer. Ella no me había visto ni había sentido mis latidos. Se quedó con eso, pero siempre pensó en la posibilidad de que, quizás, yo estuviese viva”, cuenta, y agrega: “Mi mamá biológica no me puso nombre. Nunca pensó ninguno. Y nunca recibió un acta de defunción. Dos o tres meses después me buscó. Consultó en los registros por una nena que tuviera el apellido Vargas, como ella. No pudo encontrar nada”.
Sin tener certezas, Lorena sugiere la posibilidad de que su abuela biológica “haya hecho a espaldas de mi mamá biológica un arreglo para que yo fuese entregada. No lo sé y nunca lo voy a saber. Ella murió en 2010, igual que Antonia, mi mamá adoptiva”.
“Hoy, con la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, es más simple decir ‘no lo quiero’ y que el bebé no nazca -plantea-, pero hay muchas situaciones rodeadas de carencias donde las mamás son conscientes de que no van a poder criar a un hijo. Entonces, lo entregan”.
Una búsqueda que se extendió casi cuatro décadas
María Cristina Vargas es el nombre de la madre biológica de Lorena. El dato no figura en el acta de nacimiento. “En el Registro Civil me inscribieron como hija de mi mamá y mi papá, quienes me criaron. Entiendo que por eso me dijeron que era una apropiación, en lugar de una adopción. No hubo un proceso de transferencia como ocurre en la adopción”, sostiene, y aclara: “Nuestra generación está atravesada por la dictadura que gobernó al país desde 1976. Abuelas de Plaza de Mayo es el primer lugar al que consulté, pero tienen registros a partir de 1975 y yo tenía la certeza de haber nacido en 1972″.
Pasaron muchos años que no arrojaron respuestas. En 2020, durante el aislamiento social decretado a partir de la pandemia, Lorena indagó en diferentes grupos de Facebook en lo que se cruzan historias de búsquedas y encuentros. Ya en 2022, decidió hacerse el ADN ancestral Family Tree. “Te tira detalles de tres generaciones anteriores a la tuya. Supe del procedimiento al consultar con ‘Nuestra Primera Página’, una ONG de Rosario que te asesora con este análisis. Por lo general se hace para conocer el linaje. Yo lo hice para conseguir datos sobre mi identidad”, comenta.
“Se compra a través de Internet y te llega un kit con hisopos, un código y una contraseña. Una vez que te hacés el hisopado, ellos adjuntan la mayor cantidad de muestras y las envían a Houston, Estados Unidos, donde se hace el ADN ancestral”, detalla, y sigue: “No encontré madre ni padre. Tampoco tíos. Sí primos segundos y terceros. Una lista de 80 personas con las que podía tener un parentesco. Lo que hice, entonces, fue mandarles un mail a los primeros 40. Les conté mi historia, dónde había nacido y la versión de que una médica había contactado a mis padres adoptivos para que me fueran a buscar”.
Así Lorena dio con una persona: Liss González, que resultó ser una prima lejana chilena que vive en Tucson, Arizona, Estados Unidos. “Intercambiando mensajes con ella, descubrí que era sobrina nieta de mi abuela biológica. Ahí me entero del nombre de mi abuela: Eufemia”, repasa, y continúa el relato: “Liss me cuenta que su abuela tenía una hermana que había vivido en Chélforo, una localidad de Río Negro. Así llegué a una sociedad de fomento de ese pueblo y hablé con la directora, Sara. Le di el nombre de mi abuela”.
La respuesta dejó temblando a Lorena. “Sara me dice que su suegra conocía a una señora con ese nombre, y que esa señora había tenido ocho hijos. Me agrega el dato del apellido de algunos de ellos: Vargas”.
Lorena empezó a buscar en las redes sociales a personas de la zona que tuvieran ese apellido: “Encontré a Julio Vargas y me contó que su hermana Cristina, con quien llevaba mucho tiempo sin hablarse, tuvo una hija a los 14 años, que esa hija había muerto al nacer y que ella después tuvo otros hijos. Me dio los nombres de los hijos”.
La duda estaba más cerca de convertirse en certeza. Sigue Lorena: “En Facebook encuentro a quien ahora sé que es mi hermano menor, Andrés. Le pregunté si conocía a una mujer llamada Eufemia. ‘Sí, era mi abuela’, me dijo. Ahí le pregunté si podía llamarlo. Cuando marco el número, no me atiende él. Me atiende una señora: su mamá. Todavía no lo sabía, pero ahí ya estaba hablando con mi mamá”.
El encuentro
El reciente 28 de agosto quedará grabado en la memoria de Lorena como la primera vez que escuchó la voz de María Cristina. “Le conté mi historia y le expliqué que buscaba mi identidad biológica. En su voz noté como que ella cerraba la puerta. Le dije que si sabía de alguna familiar que pudiera ser mi mamá biológica, que se contactara conmigo”.
El teléfono de Lorena sonó al día siguiente: era María Cristina. “Me contó que ella, a los 14 años, había tenido una hija que murió al nacer. Que le dijeron eso pero que ella, sin embargo, sospechaba que esa hija podía estar viva. ‘¿Cómo sabés que tu mamá puedo ser yo?’, me preguntó”.
Entre lágrimas en la otra línea, Lorena le hizo una propuesta: “‘Hagámonos una prueba de ADN, ¿te parece? Tomate el tiempo que necesites’, le dije. El ADN ancestral de Family Tree ya decía que entre María Cristina Vargas y yo había un parentesco. Y yo ya sentía que estaba hablando con mi mamá”.
Sin decir nada, en los días siguientes María Cristina le envió una muestra realizada en un laboratorio de la localidad de Centenario, Neuquén, donde vive hoy con su familia. Y el 27 de septiembre, Lorena recibió en su casilla de mail el desenlace de una búsqueda que extendió durante cuatro décadas. “El resultado marcaba un 99.99% de compatibilidad madre e hija. Casi me muero. Estaba con mi hija Antonella (19). La abrazaba y no podía parar de llorar. Es una sensación única e indescriptible. Lo único que me salía era gritar ‘¡la encontré! La encontré!”, evoca.
Madre e hija quedaron en verse y en esos días establecieron un punto de encuentro para viajar desde Neuquén y San Luis, respectivamente: eligieron Córdoba, donde el 23 de octubre, en el aeropuerto, se fundieron en el abrazo que esperó 52 años. “Cuando me vio, ella no me dijo nada. Lo que hizo fue tomar mi cara entre sus manos, apoyar su frente en la mía y llorar”, retrata Lorena, que trabaja como farmacéutica en el Hospital de Salud Mental de la provincia puntana y también es mamá de Nahuel (21).
“Ahora estamos en plan de conocernos, compartir momentos. Tenemos pensado hacer viajes. La llamo por su nombre: Cristina. Por ahora no me sale decirle mamá, pero soy muy consciente de que ella me tuvo en su vientre y me dio la vida”, dice Lorena, feliz por “haber llegado a la verdad, que siempre es sanadora”.
Su papá desde la crianza, Roberto (81), está vivo y -cuenta Lorena- “preocupado de que deje de ser su hija. Le dije que era imposible, que lo amo, que sé de su felicidad absoluta por ser mi papá y que Cristina le agradece enormemente lo que hizo conmigo”.