
Al final de la calle Mariano Sainz se yergue el estadio del Conesa Football Club. El caminante se topa con la entrada y, pintado en el frente, el nombre del estadio: “Idilio Higinio Izarra”. Solo los forasteros preguntan por qué lleva ese nombre, porque todo el pueblo conoce la leyenda del “Negro Bife”.
Había nacido un 12 de noviembre de 1912, en el barrio El Peloduro, y supo enfrentar los reveses de la vida con el pecho, con ese mismo que bajaba las pelotas para ponérselas pintadas al rosarino Rabasola o al “Pulpo” Álvarez.
Aquel tiempo no era de abundancia, pero sí de trabajo y esfuerzo. Idilio se metió en las tareas del campo, aunque siempre soñaba con el fútbol. En medio del laburo aparecían los muchachos a buscarlo para un partido, y el “Negro Bife” enseguida ponía proa a la cancha para darle a la camiseta celeste el oficio de wing derecho.
Las alegrías las soltó como una bandada de torcazas aquella tarde de 1932, cuando Conesa se coronó campeón de la Liga Nicoleña de Fútbol, en tiempos en que presidía la institución don Ricardo Rosas. Los integrantes de aquel equipo fueron recibidos como héroes; el primer lauro fue para un pueblo que sentía que volvía a fundarse, que evocaba amaneceres de trabajo y aquellas tardes de mates y almanaques de Alpargatas. Con ese campeonato sencillo, todo Conesa sentía en el alma que, por fin, La Academia se ponía en marcha. Y se puso, porque la historia se hace caminando y peleando, y de eso el Negro Bife —Idilio Higinio Izarra, según su Libreta de Enrolamiento— sabía mucho.
Pero la vida no siempre juega mal: muchas veces, sin esperarlo, mete un pase de antología, y el amor también suele tirar una soga. Al Negro se le abrió el corazón cuando escuchó el nombre de María Emilia. Con ella se casó y tuvo dos hijas. Una de ellas, Herminia María Izarra de Mansilla, recordaba: “Mi papá amaba el fútbol. Era flaquito y negro, muy hábil, y lo más importante es que en Conesa lo quería todo el mundo.”
Wing derecho que le pegaba con ambas piernas, tuvo la particularidad de alternar en todos los puestos, incluso de arquero cuando el equipo lo necesitó. Nunca le dijo que no a la camiseta de su vida.
Una tarde lo vinieron a ver de Vélez, pero tenía la rodilla hinchada, y él sabía bien que no había retorno. Le dijo adiós al sueño de jugar en Buenos Aires. Además, los porteños jugaban con otro calzado; el Negro estaba acostumbrado a las alpargatas de los campeonatos rurales.
Jugó hasta que el cuerpo aguantó, porque el alma la tenía pintada de celeste con vivos blancos, por su club y por ser argentino. Paseó su habilidad por dos ligas, la nicoleña y la de Pergamino; amargó aquella tarde a La Emilia, que venía invicta, con dos goles de tiro libre. Y en esa mezcla de alegría y cabeza gacha en los vestuarios, en la magia del abrazo y el llanto, la figura del Negro Bife se fue dibujando como lo que era: un hombre de fútbol.
Fue canchero, ayudó a los pibes que venían subiendo a ocupar los puestos y a sudar la camiseta. Cuando llegaba el domingo, Idilio sabía que era día de descanso, pero con liturgia futbolera. Por eso se compró una casita al lado de la cancha de Conesa. Sin embargo, en la pileta del club, mientras ayudaba, sufrió una caída que le dejó las piernas inmovilizadas. Aquellas dos anguilas negras que se movían serpenteantes contra las defensas rivales quedaron quietas para siempre, y el Negro se quedó atado a una silla de ruedas.
Desde el patio de su casa contemplaba la cancha y se desesperaba. Cuando veía jugar a los muchachos era como un perro atado que no se puede soltar. “Me desesperaba verlo porque él amaba estar en la cancha”, recuerda su hija.
En vida, el 29 de octubre de 1978, se le brindó un homenaje y se le entregó un trofeo. El Negro cosechó aquello que había sembrado durante toda una vida: el amor de su pueblo.
El 28 de junio de 1984, en Conesa, cerró sus ojos para siempre. Así, de manera sencilla, caminó por el túnel hacia los vestuarios. Quizás en ese instante recordó el nombre de una mujer, los besos de sus hijas y soñó que, alguna vez, uno de su sangre volviera a mover la pelota por los pagos de Conesa. Aquel patio de los sueños quedó vacío.