Opinión

Francisco, el Papa que eligió tender puentes cuando el mundo levantaba muros

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A Jorge Mario Bergoglio le habría resultado incómodo cualquier homenaje grandilocuente. Prefería los gestos simples, la cercanía, el mensaje directo.

Sin embargo, a 89 años de su nacimiento, su figura excede largamente la modestia personal que siempre cultivó y se proyecta como uno de los liderazgos morales más influyentes del siglo XXI.

Francisco no fue solo el primer Papa argentino: fue un actor central de un tiempo atravesado por la desigualdad, la violencia, el miedo al otro y la tentación permanente de levantar muros.

Criado en el barrio de Flores, amante del tango y con una sensibilidad profundamente popular, nunca ocultó su identidad porteña. Esa raíz fue mucho más que un dato biográfico: moldeó su mirada sobre la fe, la política y el poder. Antes de llegar al Vaticano, cuando todavía era arzobispo de Buenos Aires, ya hablaba con una claridad que incomodaba. Aquella homilía en San Cayetano, citando el Preámbulo de la Constitución y reivindicando “la noble igualdad”, anticipó el corazón de su pontificado: una Iglesia que no mira la realidad desde arriba, sino desde abajo y desde adentro.

Desde su elección en marzo de 2013, Francisco puso en el centro un concepto que se volvió marca registrada: la cultura del descarte. No se trató de una consigna vacía ni de una metáfora amable. Fue una denuncia frontal a un sistema que convierte personas en sobrantes, que acepta la pobreza estructural como daño colateral y que mide la vida humana en términos de rentabilidad. Por eso su palabra molestó. Molestó a los autoritarios, a los dogmáticos y a quienes prefieren una Iglesia silenciosa frente a la injusticia.

Lejos de refugiarse en los muros del Vaticano, eligió salir al mundo. Apostó al diálogo interreligioso en tiempos de fanatismo y violencia. Visitó sinagogas, mezquitas y templos ortodoxos; se reunió con líderes musulmanes, judíos y cristianos de distintas tradiciones; viajó a territorios marcados por la guerra y la persecución. Cada encuentro fue un mensaje político y pastoral: la fe no puede ser excusa para el odio ni para la exclusión. En un escenario global atravesado por fundamentalismos, Francisco defendió la convivencia como acto de valentía.

También entendió que el rol del Papa no podía limitarse a declaraciones abstractas. Intervino en conflictos concretos, medió entre Estados Unidos y Cuba cuando parecía imposible recomponer relaciones, acompañó procesos de paz en América Latina y se plantó frente a la lógica de los muros y la criminalización de los migrantes. En Ciudad Juárez, frente a la frontera entre México y Estados Unidos, su misa fue una denuncia directa a la política del descarte aplicada a escala internacional. No fue neutralidad: fue toma de posición.

Sus encíclicas dejaron una huella profunda. Laudato si’ vinculó la crisis ambiental con la injusticia social y puso nombre a los responsables, recordando que los daños causados por los poderosos los pagan siempre los más vulnerables. Fratelli tutti propuso la fraternidad como base de la vida política y social, en un mundo cada vez más fragmentado. En ambas, Francisco interpela no solo a los creyentes, sino a toda la humanidad.

En América Latina, su mensaje resonó con especial fuerza. Cuando habló de Tierra, Techo y Trabajo como derechos sagrados, legitimó luchas históricas y devolvió dignidad a sectores sistemáticamente estigmatizados. “Que nadie nos quite la esperanza”, dijo. Esa frase resume su legado: un liderazgo que no se ejerció desde la distancia, sino desde la cercanía con los pueblos.

Francisco no fue un Papa cómodo. Fue un pastor con olor a oveja que eligió poner el cuerpo en los conflictos del mundo. Incomodó a los poderosos, abrazó a los descartados y dejó una marca que trasciende religiones y fronteras. En tiempos de muros, insistió con una idea tan simple como revolucionaria: sin puentes, no hay futuro.

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