Si hubiese sido otra persona, habría vivido tres horas menos. Pero la persona era “paciente de Estado” y era Juan Domingo Perón, y los médicos además de mantener en el mundo de lo vivos al hombre, trataban, de resucitar la historia de 30 años de la Argentina. Entre monitores, maniobras desesperadas y promesas delirantes pared por medio, ese era el peso con el que cargaban.
Su cuerpo no daba más, los ahogos los hacían sufrir, pero la cabeza funcionaba. Perón estuvo lúcido casi hasta el final. Sus últimos días y sus últimas horas transcurrieron en una antesala del primer piso de la residencia de Olivos, que da a las vías del tren. Primero en una cama ortopédica que habían llevado pocas horas antes del desenlace, cuando el general casi se les cae a los médicos al querer inclinar con unos tacos la cama pesada con respaldo rococó en la que reposaba el líder. Finalmente, en el piso, donde los médicos intentaron todo, para sacar adelante a un paciente con pronóstico irreversible.
Perón era cuidado por una guardia permanente rotativa y todos los médicos que le integraban sabían que a cualquiera de ellos le podía llegar a tocar el momento más crítico. El domingo 30 de junio entró la dupla Carlos Seara y Arturo Cagide. En su turno anterior, Seara había tomado la decisión de canalizar por primera vez al paciente, después de un ahogo por un edema de pulmón. Eso fue el 28 de junio. Perón mejoró, pero por poco tiempo. El cuadro volvió a agudizarse y el final se avecinaba.
El general ya no tenía el mando formal del país. Se lo había traspasado a su esposa y vicepresidenta Isabel, retornada de apuro de una gira europea. Aunque hasta entonces el gobierno buscaba transmitir un clima de “normalidad”, un parte firmado por Pedro Cossio y Jorge Alberto Taiana, médicos de cabecera de Perón, empezó a hacerle entender a la población que debía estar preparada para la peor noticia.
Ese 30 de junio los médicos de la guardia se encerraron en la habitación del Presidente, donde habían instalado un equipo de monitoreo a distancia. Cada tanto entraban Isabel, José López Rega u otros miembros del entorno, a preguntar por los acontecimientos. Perón, afectado por un sopor casi permanente, pasaba sus horas en el vestíbulo.
El 1 de julio de 1974 amaneció frío, lluvioso, feo. “El clima parecía presagiar los funestos acontecimientos“, escribió más de 30 años después el doctor Seara en el libro Peron, testimonios médicos y vicencias, que compartió con su colega Pedro Ramón Cossio, hijo de Pedro, que también estuvo cerca del general en esos días. Esa mañana llegaron para la guardia Raul Cermesoni y Ángel Scandroglio. Pero los otros médicos permanecieron. La situación era especial.
Las 10.20 fue la hora donde empezaron a desencadenarse los sucesos más dramáticos. Hubo gritos en el vestidor, mientras en la habitación los monitores mostraban un fibrilación ventricular seguida de un paro. La enfermera Norma Baylo llamó deseseperada. Acababa de escuchar las últimas palabras de Perón: “Esto se acabó“.
Los médicos bajaron al paciente de la cama y lo pusieron en el piso. Las superficies duras facilitan las maniobras. De la respiración boca a boca pasaron al masaje cardíaco. Ocho personas se fueron turnando cada dos o tres minutos, para no agotarse. Lo intubaron. Empezaron a llegar los médicos principales. Le aplicaron shocks con el desfibrilador, pero no daba resultado. Le colocaron un catéter. Todo los que se podía hacer, se hacía. Perón ya no estaba consciente, pero una pupíla respondía a la luz. La vida seguía ahí.
Con un catéter electrodo, lograron una reacción. Se activo el ventrículo y se abrió una esperanza. Justo en ese momento López Rega llamó a Seara. Le quería hablar.
Lo que el médico escuchó en una habitación aparte era inconcecible. “Si lo sacás, te hago conde“, le prometió el ministro, mientras le apoyaba una mano en el hombro. Seara, que no quería formar de ninguna nobleza real o ficcionada, le respondió que las situación estaba muy dificil, pero que igual le agradecía.
Las maniobras siguieron, porque era Perón. Pero el destino estaba fijado. Seara desmiente la versión novelesca que cuenta que López Rega agarró a su jefe de los tobillos y lo empezó a sacudir gritando plegarias. Alguien quemaba inciensos, eso sí, pero en otras habitaciones.
La pupila de Perón ya no respondía.
Y así fueron los momento finales, según lo contó el doctor Seara:
“A las 13.10, o entre 13.10 y 13.12, yo me levanté para decidir entre todos. No había mucho que decir. Transpirado, y en mangas de camisa, mi aspecto era deplorable. La escena era impresionante y, con tanto tiempo en tareas de reanimación, lo que reinaba era un desorden de gasas, catéteres, etc. Me incorporé y les dije: ‘Me parece que tenemos que terminar aquí, ya no va más, llevamos tres horas.’ Era tan obvio… Recuerdo que sentí un cierto alivio por el consenso general al respecto…”.
Igual que 22 años antes con la muerte de Eva Perón, que fue a las 20.23 pero fue fijada a las 20.25 para que resultara más memorable, esta vez también se acomodó el horario. Para la formalidad, Perón murió a las 13.15 de aquel 1 de julio de 1974.
“Por unos quince minutos, nos invadió a todos un estado de parálisis y de estupor. No es sencillo dejar de hacer reanimación, aunque uno de antemano sepa que ésta no va a ser útil; pero nos levantamos todos, nos paramos en silencio y observamos ahí, exangüe, despojado, al ya otrora todopoderoso hombre de la Argentina, que había dominado casi por 40 años, incluso desde el exilio, el panorama político de nuestro país. La muerte nos iguala a todos“, escribió Seara.
Cuando llegó el personal del servicio fúnebre, no se animó a tocar al fallecido. Isabel descartó un atuendo de gala decidió que vistieran a su esposo con el unifome militar común, el verde. Lo fueron a buscar a un armario y el propio Seara ayudo a ponérselo.
El hombre al que 28 años años antes las multitudes habían sacado de la cárcel para ponerlo el frente de su futuro. El que a la par de Evita les asignó derechos postergados y los elevó como sujetos políticos. Al que sus opoistores de la fuerza apuntalados por civiles quisieron matar bombardeando la Plaza de Mayo, en la jornada del trágico tendal. El que pasó de Perón a “tirano prófugo“. El general que se fue y volvió y buscó hacer equilibrio en una Argentina con desorden económico, tensión y mucha violencia, pero también ilusiones. A ese hombre empezaron a velarlo aquel 1 de julio de 1974, a las siete de la tarde, en la planta baja de la residencia de Olivos.
López Rega pidió que los médicos rodearan el féretro. Lo habían conmovido con su esfuezo, los reconocía, los llamaba “los leones de Perón“.
Llegó el discurso de Isabel: “Con gran dolor debo transmitir al pueblo el fallecimiento de un verdadero apóstol de la paz y la no violencia“, fueron sus palabras.
En la mañana del 2 de julio, los restos del Presidente fueron trasladados a la Catedral Metropolitana, donde hubo una misa de cuerpo presente. En una cureña, el féretro viajó al Palacio del Congreso, donde permaneció hasta las 9.30 del jueves 4.
Unas 135 mil personas lo despidieron, como quien le dice adiós a un pedazo vital de su propia vida. Un millón se quedó sin verlo, pero no lo iba a olvidar.
Fuente: Por Leonardo Torresi (Perfil)