Opinión

Corrupción y política, siglo XXI

Desde hace décadas, enfrentamos una crisis de representación política extrema e irreversible

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Seguimos pensando la política actual, y la organización de la esfera pública, con parámetros que pudieron tener sentido siglos atrás, pero ya no. Lo cual tiene consecuencias graves, por ejemplo, en cuanto a los modos en que concebimos al sistema institucional.

Así, mantenemos arreglos y prácticas constitucionales que deberíamos rechazar, o no introducimos cambios de organización urgentes, y que imperiosamente necesitamos: como si la democracia contemporánea tuviera algo que ver con lo que fuera la vida pública, hace cientos de años.

Entonces, algunos defienden ¡todavía hoy! la concentración del poder en uno o unos pocos, porque “tenemos una tradición caudillista; o preservamos al voto periódico como único canal institucional relevante para la participación política, como si -todavía hoy- la democracia pudiera ser reducida al voto; o insistimos en una defensa del Poder Judicial basada en la superioridad epistémica de los jueces -un supuesto que pudo tener sentido en el siglo XVIII, pero no hoy, en donde la actuación del Poder Judicial requiere de otras formas, y otras razones de apoyo.

En todo caso quisiera, en lo que sigue, concentrarme en un punto más específico, relacionado con el sistema de la representación política, y la relación entre ciudadanos y representantes. En esta área -es mi impresión- seguimos aferrado a lógicas muy propias de tiempos pasados, y que en la actualidad han perdido todo sentido.

Para ir al tipo de casos que me interesan, podría comenzar recordando que, en el siglo XIV, en Inglaterra, nacieron los “fueros” para la política, creados por el propio Parlamento, y con el objeto de poner límite a los reiterados y graves abusos de la Corona. Frente a las arbitrariedades de los reyes, destinadas a excluir o silenciar a opositores “molestos” de la legislatura, los “fueros” se erigieron como un modo de sostener y hacer posible la crítica al poder real.

Ello resultaba especialmente relevante cuando (injustificadamente) se asumía que el Parlamento representaba acabadamente a todos los diferentes “órdenes” o segmentos relevantes de la sociedad.

Si la representación política vigente permitía que toda la sociedad quedara adecuadamente representada en el Parlamento, luego, cada voz que se perdía (por ejemplo, porque se impedía que alguno de los representantes electos asumiera como tal, o se mantuviera en su cargo) implicaba que algún sector de la sociedad perdía representación. Siete siglos después, claramente, una idea semejante resulta insostenible.

Las diferencias entre el ayer y el hoy resultan múltiples y notables, aunque aquí me limitaré a mencionar sólo a una de entre ellas.

Desde hace décadas, enfrentamos una crisis de representación política extrema e irreversible. No hay forma, en la actualidad, de dar cabida, dentro de la legislatura, a la infinidad de intereses, puntos de vista, y concepciones del bien diferentes, propias de sociedades plurales y multiculturales, como las nuestras.

Así, hasta hace algunas décadas, podía asumirse que la “clase obrera” representaba a la mitad o a un tercio de la población, por lo cual, si se aseguraba la presencia de representantes obreros en el Congreso (el Partido Laborista en Inglaterra, el peronismo en la Argentina, etc.), se conseguía que casi la mitad de la sociedad quedara representada.

Hoy (por cómo disminuyó y se atomizó la clase obrera; por la diversidad de intereses al interior de dicha clase; etc.) ese “sueño” terminó. Rota la “correa de transmisión” entre sociedad y legislatura que eran los partidos políticos, queda roto también el vínculo entre ciudadanos y representantes -representantes que hoy se sienten, con razón, gozando de plena autonomía para tomar decisiones a gusto y sin amenaza seria de controles.

En este nuevo contexto, los viejos “fueros legislativos” se han convertido, en la gran aspiración de la política venal, interesada en asegurarse los privilegios y las protecciones legales de las que carecemos todos los demás mortales.

Del mismo modo deben leerse los intentos para que no se establezcan o apliquen restricciones (políticas o judiciales) a la participación electoral de personas condenadas; o las resistencias a que la ciudadanía común (ie. vía “jurados ciudadanos”) se involucre en el examen de la corrupción política.

Se trata de modalidades a través de las cuales el poder establecido (político, judicial, sindical, empresarial) se protege a sí mismo y se blinda ante los controles externos: siempre, inequívocamente, bajo la inflamada retórica de la soberanía popular y el gobierno del pueblo. Dadas las prácticas de depredación dominantes, la nueva política democrática debe pensarse, entonces, en reacción a ellas.

La pregunta a hacerse es cómo empoderar a la ciudadanía, para que recupere capacidad de decisión y control, frente a una dirigencia hoy dispuesta a actuar conforme a sus exclusivos intereses, garantizándose a sí misma la impunidad que sus iniciativas requieren.

Fuente: Por Roberto Gargarella (para Clarín)

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