Esas lágrimas. Las lágrimas. Lágrimas emocionales.
Duelen. Lastiman. Conmueven.
No son lágrimas de cualquiera.
Son de un tipo que tiene todo lo que se sueña en la vida y sin embargo en ese momento no hay cuenta bancaria ni gloria previa obtenida que puedan frenar el llanto del más humano de los seres humanos. Porque él es eso.
Son lágrimas de amor incondicional por su país. Por la camiseta celeste y blanca que tan perfecto le calza desde que se la puso por primera vez.
De ese pibe que a los 13 años partió de su amada Rosario porque el Barcelona había accedido a pagarle el tratamiento por la enfermedad hormonal que le habían diagnosticado.
De ese hombre que pudo haber jugado para España, pero eligió hacerlo para Argentina.
De ese duende gigante que desde su metro 70 y con sus 72 kilos alcanzó la cima futbolística del mundo entero.
De ese enano de gambeta indescifrable, de talento inagotable, de corazón indomable.
Del que ganó 35 títulos en Barcelona siendo su goleador histórico.
Del tipo que es único en la historia porque recibió 8 balones de oro, 8 Premios FIFA al mejor jugador del mundo, 6 botas de oro y dos Balones de Oro entre tanta cosecha de premios y distinciones.
Del animal competitivo incapaz de saciar su alma sedienta de más y más éxitos.
Del tercer hijo de Jorge Horacio y Celia María Cuccittini, hermano menor de Rodrigo y Matías, el mayor de María Sol.
El que un 24 se junio 37 años atrás llegó al mundo en el Hospital Italiano Garibaldi de Rosario.
El que estudió en la Escuela Primaria N° 66 General Las Heras.
El que arrancó a practicar fútbol a los 4 años con Salvador Aparicio en el club Abanderado Grandoli, a 4 cuadras de su casa.
El que entre 1994 (hace 30 años) y 1999 hizo Inferiores en su querido Newell’s.
El feliz marido de la bonita Antonela Roccuzzo y orgulloso papá de Thiago, Mateo y Ciro.
El que fue campeón mundial con la Selección.
El que ganó dos Copas Américas.
El campeón en Juegos Olímpicos, Mundial Sub-20 y Copa de Campeones.
También es al que en Argentina llamaban fracasado antes de 2022.
El que vomitaba en los partidos por los nervios y trastornos alimentarios.
Al que absurdamente acusaban de no cantar el Himno o hacerlo con desgano porque no sabía la letra o no le sentía.
Al que los talibanes del resultado le pedían públicamente que renuncie a la Selección.
Al que la cruel enfermedad exitista que nos afecta atacaba cada vez que la Selección no podía coronar un certamen.
Al que no respetaban ni admiraban, sólo crucificaban.
Al que decían que deambulaba por la cancha sin compromiso.
Y tantas pavadas más tuvo que sufrir…
La vida amigos, por suerte, no se trata de ganadores y perdedores, campeones y fracasados, corajudos y pecho fríos.
La vida se trata de ser agradecido con quienes nos hicieron por un ratito aunque ser más felices. Hacernos sentir mejores. Reír de alegría, llorar de emoción, salir a la calle con la bandera, juntarnos en familia a ver los partidos, mirar la televisión sabiendo que la Selección va a estar a la altura siempre mientras la cinta la lleve el 10.
Es más, piensen ustedes que nos está regalando desde 2022 junto con sus amigos y el sabio Scaloni el mejor ciclo del seleccionado en su historia.
Por eso quiero volver a esas lágrimas que me siguen conmoviendo del tipo que alguna vez algunos quisieron destruir por “no sentir la camiseta” y ahí lo vieron llorando en el banco con su tobillo hecho pelota sintiendo angustia al no poder continuar en la cancha para hacernos feliz a todos nosotros.
El tipo más humano de los seres humanos de este mundo se llama LIONEL ANDRÉS MESSI. Otra vez, por si hacía falta, volvió a demostrarlo.
Fuente: Ignacio Arámburo