
Aunque los padres de Marcelo Bellú vinieron del pueblo de Conesa al barrio San Martín en 1948, Marcelo llegó unos años después, con la promesa de trabajo, más precisamente en 1953, cuando el alboroto de obreros y camiones se disponía a construir la fábrica La Estela.
Don Marcelo Bellú es uno de los cimientos de esa fábrica, que comenzó a construirse en 1953 y, en el término de un año, finalizó, empleando como obreros a muchos que también estuvieron en la construcción. Al haber sido sus padres los pioneros del lugar y llegar al barrio (que aún no era más que una amplia y llana extensión), recuerda con exactitud las familias que fueron poblando el lugar: los Albornoz, los Devito, los Reinoso, y el viejo Dorchi, que tuvo el primer almacén en calle Piñero y Chacabuco. Además, Dorchi era el plomero y albañil de la zona.
Con el color rojo de fondo de los tomates de la quinta de su casa, Marcelo recuerda con exactitud el proceso de elaboración del hilo de algodón que producían en la fábrica. Trabajaba en la sección llamada “en continua” como cilindrero, y ya casi retirándose 40 años después, como mecánico.
“El algodón que venía en bruto de Perú se pasaba primero por el batán, que era una plancha plana donde se estiraban, abrían y secaban los fardos de algodón en bruto. Después pasaba a las cardas, que es una máquina con tambores y peines. Allí se terminaba de abrir el algodón y formaba mechas que se envolvían alrededor de los tambores. Cuando el tambor estaba lleno, se colocaba uno vacío y pasaba a manuales; de manuales a mechera; de mechera salía el algodón también enrolado en un tubo, pero con una mecha apuntando hacia arriba. El siguiente paso del proceso era engarzar el tubo a partir de la mecha en el sector de continua, donde el tubo giraba y hacía pasar el algodón por el cilindro. En el sector de cilindro el algodón estaba terminado, con un grosor de 30 o 40, para que, por último, pasara a la sección de enconado, donde trabajaba Marta, y el hilo de algodón se acomodaba o ubicaba en los ovillos que finalmente se comercializaban”.
Los ojos de este hombre, de presencia modesta, boina y anteojos ahumados, vieron crecer al barrio San Martín, habitado en principio por inmigrantes europeos: los españoles cazaban y pescaban, y los italianos vendían verduras que ellos mismos cosechaban.
Su padre, José Bellú, vino a los 17 años de Italia, de Cerdeña, escapando de la Primera Guerra Mundial. “Mi padre trabajaba en las quintas de Villa Fernández, camino al pueblo de La Emilia, después como sereno en Somisa y también tenía una quinta en casa. Me acuerdo de cuando cosechaba, cargaba un carro y se iba hasta el centro de la ciudad a vender frutas y verduras”.
Familia Gil
Los padres de Marta Gil fueron los segundos en habitar el barrio, pero a diferencia de la familia Bellú, eran españoles. Marta cuenta a COSA CIERTA que su padre, Fulgencio Gil, vino a la Argentina con 8 años, escapando su familia de la guerra. Casado ya y con hijos, se asentó en 1952 en el barrio San Martín y, ocho años más tarde, fue el primer presidente vecinal del barrio. Fulgencio trabajó en la vieja fábrica La Ricsa, luego como sereno en la siderurgia ex Somisa. Pero al español no le gustaba que lo mandaran, entonces un buen día decidió darle de comer a su familia con lo que hasta entonces era simplemente su esparcimiento: cazando, pescando y tejiendo redes, que también vendía.
El esposo de Marta, Mario Ferragut, era marinero y llegó en una embarcación a San Nicolás para inaugurar el monumento de Azopardo, que se levanta al final de calle Pellegrini, junto al río, en honor a la primera defensa naval de la Argentina recién constituida como tal. Durante la ceremonia, Ferragut “le echó el ojo” a la rubia de ojos celestes y la invitó a ser su guía en la excursión que el barco ofrecía a los ciudadanos. Así fue que Ferragut se fue a Buenos Aires y Marta volvió al barrio San Martín, lo que no impidió que se escribieran cartas durante años y finalmente se reencontraran para nunca separarse.
“Espérame que ahora vengo”, dice Mario y desaparece por un pasillo. Desde el comedor se escuchan ruidos de cajas y muebles que se corren de lugar. Apareció de pronto con lo que parecía un cuadro, un marco con vidrio en la mano.
“Cuando mi suegro murió, pedí que me dejaran algo de recuerdo, y lo que pedí que me dieran son estas agujas hechas de caña, con las que Fulgencio tejía las redes de pescar”.